He necesitado dormir unas siete horas y dejar pasar unas…
doce horas para asimilar lo que ha conseguido el Atlético de Madrid de Diego
Pablo Simeone. Una hipérbole es una exageración intencionada con el objetivo de
plasmar en el interlocutor una idea o una imagen difícil de olvidar. Bueno,
pues cualquier hipérbole que se use para definir lo que ha hecho el Atleti en
Stamford Bridge se queda corta.
Porque eliminando al Chelsea no sólo se ha ganado el placer
de jugar una finalísima de Champions League contra el eterno rival, contra los
que visten como las novias. Se ha ganado mucho más. Se ha derribado todo. La
martirización diaria sufrida durante tantos años por culpa de la mediocridad
pegada al madroño del escudo se ha extirpado. Y se ha extirpado a golpe de
fútbol y orgullo. Mucho orgullo. Cada toque que dio el Atleti en Londres (sobre
todo en la segunda parte) fue un tortazo a esa mediocridad, un grito a todos
los jugadores y entrenadores que han pasado por la ribera del Manzanares con el
sobrenombre de “grises”, un mensaje para el aficionado despistado que se
esconde con un señor desconocido llamado “Pupas”.
Reza la canción infantil que “quisiera ser tan alto como la
luna”, pues ayer el Atleti no fue alto, no fue grande, fue gigante. Mientras
2500 aficionados rojiblancos cantaban al equipo desde las gradas blues; el
equipo cantaba a todos los atléticos del mundo que este equipo no es menos que
nadie, que no permite que nadie le mire por encima y que si quieren tirarlo de
la carretera tendrán que atropellarlo violentamente.
Eso lo comprobó el Chelsea de José Mourinho. Un equipo
programado para desquiciar, que desquició en la ida y que, finalmente, acabó
tirándose de los pelos porque el desquiciador del reino de Europa es el Atleti
de Simeone. Porque estos ingleses eran casi más altos que la luna, estaban
orquestados por un entrenador que sabe hasta latín y encima estos partidos los
bañan de experiencia para sacar ventaja de cualquier jugada. Ahora, los que
iban de rojiblancos (sin su líder Gabi) juegan con algo que pocos tienen: con
una ilusión desbocada.
41 años tiene Schwarzer y no fue el más veterano en el
terreno de juego. Había once hombres más experimentados que él corriendo y luchando
por cada milímetro del césped londinense. Y desde el minuto uno lo demostraron. Otros ya salen
a Stamford Bridge con un gol en contra por el famoso miedo escénico, el
cholismo te impide, ya no digo tenerlo, sino pensar en ese temor. Porque en los
primeros cinco minutos, Koke ya lanzó un mensaje al travesaño, un mensaje que
avisaba que hoy iba a ser su día, un buen día.
“Un buen día” es una de las canciones más conocidas del grupo español, Los Planetas. Ésta dice que el protagonista de la canción se ha “metido cuatro millones de rayas”. Eso mismo hicieron los jugadores de Diego Pablo Simeone. Se metieron cuatro millones de rayas rojiblancas. La sangre rojiblanca que inundaba sus cuerpos les permitieron conquistar Londres como pocos lo han conseguido. Porque si la empresa era complicada (señora, que eran unas semifinales en la casa de estos muchachos ingleses tan fuertes y disciplinarios), lo era el doble después de que ‘el Niño’ Torres golpease al oso del escudo rojiblanco colándole un gol que complicaba todo, que desolaba y tumbaba todas las ilusiones atléticas. Todas no, porque la de los once que seguían en el campo tenían esa ilusión intacta, y lo volvieron a demostrar.
“Un buen día” es una de las canciones más conocidas del grupo español, Los Planetas. Ésta dice que el protagonista de la canción se ha “metido cuatro millones de rayas”. Eso mismo hicieron los jugadores de Diego Pablo Simeone. Se metieron cuatro millones de rayas rojiblancas. La sangre rojiblanca que inundaba sus cuerpos les permitieron conquistar Londres como pocos lo han conseguido. Porque si la empresa era complicada (señora, que eran unas semifinales en la casa de estos muchachos ingleses tan fuertes y disciplinarios), lo era el doble después de que ‘el Niño’ Torres golpease al oso del escudo rojiblanco colándole un gol que complicaba todo, que desolaba y tumbaba todas las ilusiones atléticas. Todas no, porque la de los once que seguían en el campo tenían esa ilusión intacta, y lo volvieron a demostrar.
Otros se podrían
esconder, sumirse en una depresión que te hace arrastrarte lo que queda de
partido, de semifinal, por el campo. El Atleti cholista, jamás. Porque después
de ese gol de Torres, en el minuto 35, los que visten de rojo y blanco pidieron
el protagonismo, no dejaron entrar el pupismo que intentaba derribar la puerta
del imperio cholista y comenzaron a jugar. Desde ese gol de Torres, el canto a la alegría,
al fútbol fue una oda eterna para los aficionados atléticos.
Arda creció, Koke pidió el control y por la banda izquierda
de Filipe y de Adrián se encontraban cuatro genios dispuestos a voltear la
situación. Si los cuatro genios cometían un error, ahí estaba Tiago para hacer
de madre que soluciona cualquier problema. Mientras los ilusionadores atraían
hombres azules a la banda izquierda, Tiago recibió el balón, miró al horizonte,
vio que un rayo alicantino llamado Juanfran levantaba la mano y el padre luso
le colgó una pelota al final del campo para que el lateral derecho la tocase y
que el querido balón (muy cholista) se pasease por el área y acudiese a la
llamada de Adrián. La espinillera del ‘7’ hizo el resto, el estallido, el big
bang, fue precioso: Adrián enloqueció, Arda le gritó que el único loco en el
campo era él: se subió encima del asturiano, se bajó y con una mirada de
psicópata arengó a las masas atléticas. Godín atravesó el campo para tirarse a
por Adrián; Koke y Diego Costa se abrazaban; Filipe Luis hincaba rodilla en el
pasto inglés: algo grande se había conseguido. Todos éramos Filipe. Se había
reaccionado. Se había empatado.
El gol de Adrián López antes del descanso fue un aviso a todos los ciudadanos despistados
de un lugar llamado mundo para que sintonizasen el partido. Y en la segunda
parte, el Atlético le devolvió la confianza a todos los que se engancharon al
partido y a todos los infartados que vivíamos un día histórico.
Porque para la segunda parte sí que no tengo recursos
literarios para describirla. Todos los que reaccionaron tras el gol de Torres
se multiplicaron: Koke corría de un lado a otro obsesionado con tocar la bola;
Diego Costa y sus recortes tumbaban ingleses; Arda Turan y Filipe se hacían un
piso en la banda izquierda del Bridge; Mario y Tiago envidiados de sus dos compañeros, edificaban un palacio en
el medio londinense (con lo caro que es) y la ilusión ya no estaba desbordada,
ya era un tsunami.
Ya no había autobús mourinhista, ahora el Atleti demostraba
al mundo entero que cualquier comparación con el Chelsea de Mourinho de la ida
era una afirmación de cuatro locos. Y, por si en algún momento, los londinenses
sacaban pecho y orgullo… ahí estaba Courtois para bajarles los humos (grandiosa
parada a Terry con el 1-1).
Todos veíamos quiénes iban de rojiblanco, todos menos Eto’o.
Verlos era fácil, atraparles no tanto. En un escenario así no podía faltar
Diego Costa. Sin él es como ir a un concierto sin tres cervezas de más: sabes
que será la hostia pero es menos divertido. En un córner caído del cielo, Diego
Costa amansó (la fiera que amansa a las fieras) al balón (cholista) y el
hermano Eto’o mete el pie en zona prohibida y Michel Telo (digo, Rizzoli) se
fue directo a señalar el punto de penalti. Como si de la película protagonizada
por Fernando Tejero se tratase, el penalti de Diego Costa fue el penalti más
largo del mundo (amarilla incluida al delantero por perder tiempo para colocar
la pelota) pero a diferencia de la película española: este entró. Y comenzó el
segundo big bang. Después de la celebración, Diego Costa (con el cántico de “Luis Aragonés”
de fondo) corrió a hacer lo que todos los atléticos habríamos hecho: abrazar a
Simeone.
“Es un personaje” dijo Diego Costa al acabar el partido a las
cámaras cuando le preguntaban por su entrenador. La emoción le impidió acabar
la frase, pero estoy seguro que ésta acababa así: “es un personaje pero gracias”.
1-2, remontando a un equipo de Mourinho en una semifinal y
en su campo. Épico cuanto menos. Pero lo épico estaba aún por llegar. Con el
tanto del animal, empezó el masaje.
El que escribe, tras el gol de Costa, aún seguía más tenso que el tanga de Falete pero no quería que el partido acabase nunca. Desde el banquillo, sólo se oía un grito de un abuelo llamada Luis Aragonés: “toque, toque, toque”. Y eso hizo su Atleti. Tocó, tocó y tocó. El tiempo corrió, toda Europa veía lo que el Atlético de Madrid estaba haciendo en el barrio de Chelsea. El balón no quemaba; jugar multiplicados es más fácil. Y mientras los “olés” retumbaban por todo Stamford Bridge, el Atleti quiso brindarle a su afición un tercer gol histórico. Con una jugada maravillosa, de derecha a izquierda, comandada por Tiago, decidió calcar lo mismo que en el primer gol: darle el balón a Tiago para ponérselo a Juanfran al final del campo y éste colocárselo a la cabeza de Ardios que tirando una pared mágica (sí, una pared, es Ardios, ¿vale?) con el larguero empujó el balón (cholista) más allá de la línea de gol. El tercer big bang: Juanfran daba saltitos de felicidad para abrazarse con Mario, Arda corría hasta el lateral como el buen loco que es hasta que la divinidad le frenó para tirarse al suelo y darle a su dios las gracias, al tiempo que besaba una banda izquierda que le dio una noche mágica.
El que escribe, tras el gol de Costa, aún seguía más tenso que el tanga de Falete pero no quería que el partido acabase nunca. Desde el banquillo, sólo se oía un grito de un abuelo llamada Luis Aragonés: “toque, toque, toque”. Y eso hizo su Atleti. Tocó, tocó y tocó. El tiempo corrió, toda Europa veía lo que el Atlético de Madrid estaba haciendo en el barrio de Chelsea. El balón no quemaba; jugar multiplicados es más fácil. Y mientras los “olés” retumbaban por todo Stamford Bridge, el Atleti quiso brindarle a su afición un tercer gol histórico. Con una jugada maravillosa, de derecha a izquierda, comandada por Tiago, decidió calcar lo mismo que en el primer gol: darle el balón a Tiago para ponérselo a Juanfran al final del campo y éste colocárselo a la cabeza de Ardios que tirando una pared mágica (sí, una pared, es Ardios, ¿vale?) con el larguero empujó el balón (cholista) más allá de la línea de gol. El tercer big bang: Juanfran daba saltitos de felicidad para abrazarse con Mario, Arda corría hasta el lateral como el buen loco que es hasta que la divinidad le frenó para tirarse al suelo y darle a su dios las gracias, al tiempo que besaba una banda izquierda que le dio una noche mágica.
El resto del partido fue lo que he dicho a principio de esta
eterna crónica (perdonen): toques hasta la eternidad, toques que derriban el
pupismo, toques con el que ganarte el respeto de todos, toques que te llevan a
Lisboa.
Una última imagen corre en mi mente: Simeone esperando en el
túnel a sus jugadores y abrazando uno a uno a esos que mueren por él, a unos
hombres que le dan su corazón y que juegan con el corazón de cada atlético del
planeta. Ayer todos fuimos Diego Costa abrazando a Simeone en el segundo gol, y
todos fuimos Simeone abrazando y dando las gracias a sus jugadores por la
conquista de algo histórico.
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